Cuando te acabas de casar y no tienes mucho dinero, la ecuación se reduce a una búsqueda insondable de creatividad para que quien tanto quieres nunca se dé cuenta de lo que falta, aun cuando lo que falte, falte por esa piel llena de mapas que decidiste tocar para siempre.
Vivíamos en Manuelita, teníamos un presupuesto muy ajustado, pero yo quería que cada día fuera distinto, una nueva llegada suya a comer, un esperarlo entre los árboles de mamoncillos que custodiaban la entrada. La moldura verde oscura del metal que sostenía mi casa era de alguna forma también el pilar de mi utopía. La protegía del sonido seco y meloso de la caña —en medio del viento que bajaba de la cordillera en las tardes y me reconfortaba con su caricia fresca— para que mi juventud asimilara con calma la decisión que acababa de tomar y asumiera no sólo la austeridad, que era casi un premio, sino el trato distante y fuerte del que estaba enamorada.
Creo que allí creció mi cocina: en la necesidad de amar desde la dificultad. Cocinar como elemento salvador, como ejercicio creativo que permitía que nos sentáramos con los mismos ingredientes a comidas distintas en donde comensales tácitos y ocultos nos daban el visto bueno a las noches pasionales que teníamos juntos, en donde yo, sintiéndome muy enamorada, remendaba la ausencia familiar causada por la decisión de haberme casado en medio de la molestia colectiva que causaba juntar dos clases sociales. Él era el guardaespaldas del presidente de la empresa, quien vivía en el mismo edificio de mis padres, adonde llegué a vivir recién llegada de Madrid cuando terminé mi posgrado.
Así pues, desde el Ingenio, en Palmira, salía los miércoles hacia Cali llena de ravioles para vender, con el propósito de acabar temprano, llegar a hablar de literatura y ver a mi mamá, con quien comía antes de regresar a Manuelita. La mesa muy bien servida, el cariño y, por esa época, un risotto de hongos al que siempre le quedaba saldo. Ya en la puerta, en la despedida, Bernardita, la empleada del servicio de la casa de mi mamá, mi ángel guardián, saltándose las reglas de la casa, tenía para mí un empaque con lo que había sobrado de la comida.
Luego otra vez #Latinoamérica, el ascensor, Sebastián de Belalcázar, la avenida Colombia, el río y devolvernos por la recta Cali-Palmira, pasar el puente, el Cauca, entrar en nuestro universo de caña, tan silenciosa a esa hora, y manejar hasta la entrada solemne de La Rita, las piedras y el polvo de esos árboles milenarios que narraban mi historia, tan llena de ecos y fantasmas. Y la cajita de risotto que al otro día tendría otro disfraz, desaparecería en mi mesa la tristeza y la vergüenza de recibirla.
Desaparecía todo, porque el almuerzo en mi casa eran unas bolitas llenas de queso y jugo de hongos que explotaban en la boca y que, con un par de gotas de melao de panela en unas hojas verdes, adquirían el puesto de primer plato en el banquete de bodas de nuestro destino.
Para escuchar #Latinoamérica de @Calle13
mientras preparamos unos..
Para 4 personas.
INGREDIENTES
500 gr de rissotto de ossobuco de ternera.
2 huevos batidos con un poco de sal.
Panko.
Aceite para freír.
Mézclum de verdes.
Vinagreta de mostaza.
Alioli.
Lo ideal con este plato es disfrutar el risotto caliente y al día siguiente,
con lo que nos queda y que ya está frío en la nevera, armar estas bolitas.
Lo sacas de la nevera y aprovechas la firmeza que tiene el arroz para armar bolitas
de más o menos 4 centímetros de diámetro, en promedio de 30 gramos cada una.
Las pasas por los huevos batidos y luego por el panko
para freírlas en el aceite caliente hasta que estén doradas.
Sírvelas sobre el mézclum de verdes al que has aderezado con la vinagreta de mostaza.
En una coquita pequeña pon a un lado un poco de alioli.
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